sábado, 4 de septiembre de 2010













Blhoja 035. FRAGMENTOS PARA MIS HERMANOS DE VIDA





-- Se quemó la bombita –me llegó su voz por sobre el ruido de sus pisadas bajando de a dos los escalones por vez antes de que yo me atreviera a dar el primer paso. Todavía estaba tanteando la pared desconchada de la humedad y avanzando la punta de cada pie como una lombriz husmeando cuando lo sentí llegar abajo y encender el interruptor, iluminando la enorme cámara con la luz de un amanecer repentino. A veces, cuando después de una noche en vela sacudidos por el temblor constante de los bombardeos veíamos desde el monte la primera claridad azul del día esbozarse en el cielo negro y feroz y caíamos muertos de agradecimiento en el único sueño profundo de esa noche interminable, volvíamos a despertar con el primer sol en los ojos y en ese silencio increíble, con los oídos todavía zumbando como lo seguirían haciendo hasta los bombardeos de la noche siguiente, se ofrecía a nuestros ojos la misma visión que ahora nos sorprendió, como si los diez años transcurridos hubieran sido solo un sueño de esa brevísima media hora de paz. Ante mis ojos, desde lo alto de las escaleras, dormidas entre la bahía lisa como una sábana estirada y el semicírculo de montes como almohadas abolladas que las rodeaban, se extendían las doscientas y tantas casas de la efímera y entera capital de las Islas, la villa de Puerto Argentino, tal como pudo haberla visto una gaviota pasajera o un avión haciendo un vuelo rasante una mañana tranquila de fines de abril, cuando todavía ningún cráter, ningún edificio desparramado con todo a la vista, ningún árbol desgajado andaban anunciando que la historia había llegado de visita al pueblo.
-- ¡Chaau –exclamé--, esta igual!
Ignacio se dio vuelta y sonrió. Se le habían puesto los cachetes colorados.
-- ¿Esta quedando bien, no? –dijo volviendo a mirarla, como si en su presencia sólo por breves segundos le fuera lícito quitar los ojos de ella.
Apurando los escalones que faltaban le pasé la mano por el hombro, y una vez mas la contemplamos juntos. Tenía casi diez metros de largo por cinco de ancho, y entre sus bordes y las paredes del sótano su creador, rindiéndose ante lo inevitable, había dejado apenas el espacio suficiente para pasar de costado, siempre que no fuera muy gordo. Por lo mismo había variado un poco las proporciones; los montes se apiñaban mas cerca del pueblo, las viviendas estaban un poco mas juntas; pero fuera de esos detalles el realismo era total. Una por una había reproducido las casas iguales, levantando paredes de cartón o fósforos pegados, pintándolas de blanco o amarillo, techándolas con aluminio de envases de cerveza azul, rojo o verde, acanalado –me explicó orgulloso—con un tenedor. Entre jardín y jardín –huertas, mas bien—había levantado cercos de gomaespuma, que también crecía en las copas de los pocos árboles del pueblo, los únicos de la isla. Para las paredes de piedra de los edificios importantes no lo había satisfecho el efecto del cartón pintado, y las había recubierto con escamas de laja cuidadosamente recortadas. Reconocí con facilidad las dos iglesias, el salón de baile, el correo, la casa del gobernador. Soldados minúsculos montaban guardia en defensas camufladas con gasa teñida –me aclaró—con borra de café, rodeados de embrollos de filamentos de alambre anudado a intervalos regulares para simular púas, dirigían sus miradas todavía escépticas al cielo virgen pintado sobre las paredes de ladrillo, a los pozos prolijos cavados en los montes de cartonpiedra o, desde el contorno serpenteante de la Avenida Ross y sus tres muelles rectos, a las inmóviles aguas de nylon corrugado de la bahía sin barcos. Había conseguido jeeps y tanques y cañones antiaéreos bastante parecidos a los originales, modelos de plástico o plomo importados de Alemania o Japón y pintados cuidadosamente a mano. Un Hércules como el que nos trajo a las islas descargaba pertrechos en la punta sur del aeropuerto, la única que había entrado, y en todos los montes colimbas, por rutina y por obligación, cavaban trincheras: los correntinos del Regimiento 4 en los macizos de Harriet y Dos Hermanas, los infantes de marina en Tumbledown, William y Sapper, el 7 colgado de los bordes de Wireless Ridge y Longdon. Era como estar de nuevo allí.
--¿Te acordás?—me decía Ignacio corriendo de una punta a la otra--. Acá fue donde lo hirieron a Diego.
-- Qué bien te salió la turba—dije señalando el descampado entre el pueblo y la ladera rocosa de los montes.
--Tocala—me dijo con una sonrisa de padre orgulloso.
Lo hice, y mi dedo se hundió en el terreno blando, la oquedad llenándose enseguida de agua verdosa.
--¡Ahh! ¡Es igual! ¿Cómo lo hiciste?
--Espuma de goma, cubierta por una capa de tierra y yerba mate. Cada tanto la rocío con agua para que mantenga la consistencia ensopada ideal. Lo de la yerba es cábala –me guiñó el ojo--. Indica que esta tierra es 100% argentina.
Corría al lado mío mientras yo la circundaba, ávido por señalarme detalles que podrían pasárseme por alto, apuntando y gesticulando ante cada roca, cada arroyo seco, cada rebaño de ovejas, cada campo minado. Para él no había generalidades; todo era ferozmente individual, cada elemento había sido creado por sus propias manos y era único e irremplazable. “La forma de estas rocas era así, las ventanas del hotel, esta esquina”, me preguntaba, y yo le decía que sí, sí, como si fuera posible acordarse. Nadie, ni siquiera los mismos kelpers, conocía esta zona de las islas mejor que él.”Cuando volvamos seré una ayuda invaluable”, repetía mientras yo memorizaba la disposición de las defensas de la costa, los accesos al pueblo, los puestos de radar. “Tendrán que encargarme la estrategia. Podríamos bombardear Stanley hasta hacerla desaparecer y reconstruir Puerto Argentino a partir de mi maqueta, con la ventaja adicional de librarnos de los cambios que habrá sufrido en estos diez años. Hasta kelpers, puse, mirá”, y apenas porque un manchón rojizo o amarillento los distinguía del oliva general podía uno reconocerlos en las diminutas figuras. “Algún día serán colonos argentinos”.
Al principio nos había parecido absurdo que se tomara tanto trabajo para construir algo destinado a ser arrasado en un día, pero él estaba tan entusiasmado que los dejamos hacer. “Va a ser mucho mejor si esperan un poco, muchachos, qué gracia puede tener si lo hacemos así nomás a las apuradas”, decía, pero por entonces ya era evidente que trataba de ganar tiempo. Su excusa era la extensión. “Pero, che, como no vamos a incluir Dos Hermanas, el 4 se lo merece”. Muy pronto las cuatro paredes del sótano lo dejaron sin argumentos. Se pasó un par de meses desesperados en planes de cortar lo hecho en pedazos y rearmarlo en un lugar que ofreciera posibilidades ilimitadas de expansión territorial; pero todos sospecharon que así el proyecto se prolongaría indefinidamente, y nadie lo apoyó. “Seamos realistas”, le decíamos. Fue entonces que optó por otra vía: la intencional. Hasta ese momento se había tratado de un esquema vago, con cajitas de cartón en lugar de casas y vehículos de plastilina: un modelo en tres dimensiones útil para repetir una guerra y barajar posibles alternativas.
La nueva tarea era mucho más desmesurada: quería reproducir con exactitud cada piedra, cada ventana, cada cerco caído y cada participante individual; lograr como una fotografía en satélite captar cada detalle de esa mañana de abril cuando la guerra era todavía una posibilidad remota, y erigir la perfección de su modelo en un amuleto contra su llegada. Ignacio había descubierto, de manera puramente intuitiva, que el espacio es infinitamente divisible y que mientras uno profundice en esta división puede obligar a mantenerse inmóvil al tiempo. Siempre habría un detalle que agregar a la cada vez más perfecta reproducción de ese maravilloso 30 de abril, y mientras tanto, hasta que este alcanzara su plenitud, el 1 de mayo tendría que esperar. Se volvió obsesivo. Empezó a leer libro tras libro, a recorrer una por una las casas de los ex combatientes para pedirles fotos, cartas, para interrogarlos durante horas. “¿Y había dos cipreses así de altos, acá? ¿Y la huerta de esta casa estaba cuidada? ¿De que color era el cartel del almacén? ¿Para que lado estaba mirando?” Pasaba horas mezclando pigmentos en una paleta para lograr los tonos exactos; ensayó semanas con filtros y focos para lograr “el efecto preciso de sombra y reflejos de la luz austral a esa hora del día”. Hubo que amenazar con cortarle los fondos cuando se propuso, también, reproducir el interior de cada casa a través de ventanas de celofán. “¿Pero que sentido tiene reconquistar la ciudad, muchachos, si no es la misma ciudad?”, argumentaba, pero en eso fuimos inflexibles.”¿Dos años más esperando para que pintes a una kelper gorda sentada en el inodoro? Vos te perdés en los detalles, viejo. Los pendejos no te dejan ver la concha”, le contestábamos. “Ustedes no entienden, ustedes no entienden”, murmuraba entonces, pero yo ya había empezado a entender. Se había enamorado tanto de su ciudad que la otra había dejado de importarle.
--Si me diesen fondos ilimitados, y un equipo de hombres a mi mando—repetía ahora apoyando las manos en el cruel borde que la realidad le había impuesto a su mundo—podría seguir hasta completar la isla entera. Ahora no es como antes; tenemos mapas, conocimiento del terreno. Después, la otra isla sería pan comido. Puedo hacerlas tan perfectas que nadie notaría la diferencia. ¿Te imaginás? Podríamos instalarlas en La Plata, abrir en la República de los Niños un Mundo Malvinas estilo Disneylandia. El día que quieran hacer una película se van a dar cuenta.
Me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa temblorosa, rogándome que no le destrozara el sueño con dos palabras, quizás hasta esperando que esta visita me hiciera convencer a los demás de la necesidad de esperar. Imagino que alguna vez, desesperado, consideró la antigua treta de desarmar de noche lo que construía de día, pero debió darse cuenta de lo inútil que resultaría: no era a nosotros a quien quería engañar, sino al tiempo mismo. La ciudad que había durado sólo setenta y cuatro días alcanzaba a través de él vida eterna; y yo estaba ante alguien que había encontrado un propósito en la vida, y que se había entregado de lleno a él con exclusión de todo lo demás, desechando como ilusorias otras realidades, caminando por el resto de su vida como por un sueño, sordo a toda voz que no le llegara desde las costas de su tierra prometida. Me dio envidia, y decidí vengarme.
--Para mí ya está terminada—dije.
Me contestó con la infaltable excusa del creador.
--Para vos, puede ser. Pero yo la miro y no veo más que lo que falta. Vos la ves de afuera y juzgás sólo por apariencias. Pero sólo yo puedo saber cuando está realmente terminada.
--¿Y cómo vas a hacer cuando no te pasemos más fondos?
Puso una cara como si le hubiera retorcido el brazo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
--Felipe… ¿vos también?
--Vos sabés que hay quienes pasaron hambre por apoyarte en esto. Pero la idea era usarlo para planear la recuperación. Vos estás desvirtuando un proyecto colectivo para tus fines puramente personales.
Era como hacer sufrir a un chico, fácil y sin riesgos. Además quería asegurarme de que no pudiera luego negarse a mis pedidos.
--¿Cómo podes decirme eso, Felipe?—dijo lloroso--. Mirá como estamos juntos acá—dijo, señalando la trinchera de cubiertas viejas y lasa azul y blanca donde a veces nos había tocado la guardia. Aparte de nosotros dos estaban Sergio y Tomás, y al parecer comíamos algo y tomábamos mate todos juntos, charlando y pasándola bien, deseando que esa charla no termina nunca, porque en el silencio después de la última palabra irrumpirían los bombardeos, el miedo constante, la cuenta regresiva hasta las muertes y las mutilaciones y la entrada de los ingleses al pueblo. “Quieren asustarnos nomás. Van a ver cómo todo se arregla sin tirar un tiro”, nos decía Tomás, por los siglos de los siglos, repitiéndolo como un mantra contra la caída de los primeros alaridos del cielo, y nosotros asentíamos, confiados en que la mera repetición de sonidos bastaría para detener el momento y hacer sus palabras realidad.
--Están buenos los neumáticos. ¿Cómo los conseguiste?
Sonrió orgulloso, secándose una lágrima con la manga.
--Caramelos salvavidas de frutas, manoseados con los dedos tiznados. Y lo bueno es que no hace falta pegamento.
--Otra muestra del ingenio argentino—acoté--. Pero te alejás de los hechos. Ese día yo estaba encerrado con la radio. Me tenían todo el día traduciendo la BBC.
--¿Y qué querés, que te deje adentro y no figurar? A ustedes no hay pija que les venga bien. Ya Ramiro me volvió loco con que le pusiera una ametralladora 12.7 en Harriet, cuando él nunca salió del pueblo ni cargó más que un FAL torcido. Mirá, ahí lo ves, si no le tenía que devolver la guita. En fin, no me opongo. Ahora podemos elegir. Por eso nos puse juntos a todos, Felipe. Aun cuando se enojen conmigo y no quieran verme más, al menos acá vamos a seguir amigos para siempre—dijo, sonriendo de tal manera que me conmovió.
--La verdad que esta lindo—concedí, otra vez ganado para su causa--, y voy a ver si hablo con los muchachos para que den una prórroga. No va a poder ser para siempre—le advertí, pero creo que sólo escuchó la primera parte. Estaba tan desesperado que cada día ganado tenía para él el gusto de la eternidad. Me quedé un rato largo, volviendo a ubicar en su red de distancias y relaciones precisas los recuerdos vagos e incorpóreos de hace diez años, haciendo preguntas y grabándome detalles. Me llevé una pila de libros y revistas que casi me enterraron bajo su peso; y ya en lo alto de las escaleras, antes de perderme con mi fardo en la noche, Ignacio, indicando que sí había escuchado hasta el final, me gritó desde abajo.
--Si no los convencés—me dijo--, tengo otro mensaje.
--Cuál—grité.
--Que no voy a entregarlas de nuevo. Que van a tener que matarme antes de sacármelas de nuevo.








Las Islas
(1998)






            














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